La tríada
Aquella noche, mientas las casas del pueblo lucían sus decorados de luces y guirnaldas, las hermanas se prepararon para abrir el Grimorio de Donatien, este les había sido confiado por las ancianas del Aquelarre durante las fiestas del Walpurgis.
Dos siglos y medios después de su creación, el Grimorio seguía siendo el único texto que guardaba en sí los más placenteros y oscuros secretos de la carne. Esa noche prometía ser un poco más que mágica, el suave aroma del incienso hipnotizante empezaba a dejarles mella visible en sus cuerpos algo agitados, en sus respiraciones entrecortadas y en sus pensamientos cada vez más impuros.
– Hoy es un día extraordinario para las brujas de todo el mundo, en especial para nosotras – dijo la mayor de las hermanas – debemos celebrarlo por todo lo alto.
– Los paganos celebran el solsticio de invierno cantando villancicos en torno a una fogata, nosotras también podemos hacer eso – sugirió la más joven – aunque la verdad, tengo ganas de algo más violento – hizo una breve pausa para morderse los labios – unos buenos azotes en las nalgas; con uno de estos látigos de cuero que tanto me gustan; bien duros, bien fuertes, no estarían nada mal.
– Abramos el Grimorio y entreguémonos sin restricciones a sus designios; – intervino la del medio – eso es todo lo que necesitamos para que la noche sea perfecta: entrega absoluta.
Las hermanas se posicionaron alrededor del libro, encendieron algunas velas con flamas tenues y dejaron a mano sus instrumentos favoritos. Los cánticos empezaron leves, casi como susurros, y se fueron elevando conforme la magia hacía efecto, entonces el libro se abrió de golpe; de él comenzó a brotar una niebla espesa que estremeció los cuerpos encendidos de aquellas mujeres, erizó sus pieles, endureció sus pezones y estimuló la zona más allá de su pelvis hasta dejarlas húmedas, pero a pesar de estar estremecidas continuaron sus cánticos en los que, de vez en cuando, se colaba algún gemido. Un destello se apoderó de las herramientas que habían dejado cerca, estas cobraron vida cual marionetas y comenzaron a brindarles placer a sus señoras.
La menor prefería las fustas y los látigos, disfrutaba cada azote, se excitaba en demasía cuando sentía ese picor que queda tras el golpe, sus pezones erectos eran incentivados con la punta de la fusta. Su espalda mostraba las marcas rojizas del látigo y sus nalgas ardían de tanto flagelo. ¡Oh, Satán! Como le gustaba aquello, la simple sensación del cuero en su piel era capaz de llevarla hasta el orgasmo, pero en esta sesión lo tenían prohibido.
La del medio había elegido un antifaz y un consolador, la complacían de tal manera que ni ella misma habría sido capaz. La máscara cubría sus ojos y la privaba de tan importante sentido, la mantenía a la expectativa de lo que podría pasar. El consolador vibraba constantemente mientras se restregaba por su cuerpo, primero entre sus pechos, luego entre sus nalgas y por último entre sus muslos, entonces comenzó a subir lentamente por su abdomen hasta llegar a sus labios a través de los cuales se hizo paso con movimientos pausados. Ella lo lamió con desespero, sabía que tras esto el siguiente punto sería su vagina; y así fue, el aparato entró de un solo golpe logrando estremecerla por completo. Aquellos meneos y sacudidas imparables estaban llevándola al clímax, más la privación del mismo había sido una orden mágica escrita con sangre entre las reglas del grimorio.
La mayor, por su parte, había elegido una soga y un plug anal. Inmovilizada cual magnífica obra de arte shibari jadeaba al ver los giros y nudos que hacia la cuerda al deslizarse sobre su cuerpo. Sus grandes y flexibles pechos habían quedado aprisionados bajo las amarras, sus brazos habían sido anudados a la espalda, sus muslos y tobillos habían quedado unidos en un único amarre y por el medio de su entrepierna pasaba una tensa soga con diversas ataduras. El plug, insertado desde el principio no había dejado de causarle discretas conmociones, mientras una sensación similar a la de una lengua estimulaba su clítoris firmemente.
Entre arrebatos, agitones y temblores transcurría la noche más larga del año. Aquella estaba siendo un momento memorable para las hermanas donde el mayor castigo eran las privaciones divinas: incapaces de parar la melodía, incapaces de gemir de placer, incapaces de llegar al éxtasis, incapaces de tocar sus propios cuerpos.
Cuando el reloj hubo marcado un cuarto de la madrugada el libro se cerró y toda la magia que había traído consigo desapareció dejando a la Tríada más deseosa e insatisfecha que nunca, entonces las hermanas se miraron lujuriosas unas a otras y desearon juntas darle final a lo que el Grimorio había comenzado, pero esa ya es otra historia.